///

home
menu

EL HORIZONTE

El agua le sujeta sobre la inmensidad del fondo marino. Siente un hormigueo de vértigo al ver a través del agua la posidonia metros y metros bajo sus pies. Le gustaría quedarse flotando ahí, pensamientos congelados en el contraste del impacto. Las burbujas que salen de su nariz y boca vuelan en todas las direcciones, bajando un poco y luego buscando la superficie. El mar, poco a poco, empieza a invadirlo. Empapa sus ropas, adquiriendo un peso que pretende arrastrarlo al fondo. Cierra los ojos y acompaña a la gravedad, centrando sus esfuerzos en librarse de la pesada chaqueta, cuyo estampado tweed se oscurecía progresivamente. Sale a la superficie, tomando una gran bocanada acompañada de un gemido ronco y lastimero. La sal rasca sus fosas nasales, y escupe un par de veces para intentar quitarse el picor. Mira al velero, blanco y tranquilo. La luz baila en ondas sobre su base, reflejada por el agua. Ahora que se ha acostumbrado al frío, es estupidez y vergüenza lo que se le mete por los huesos. ¿Qué pensará Ana cuando vuelva? ¿Y el señor Miñana? Bueno, no llevan mucho fuera, quizás aún tenga tiempo de subir, secarse, cambiarse y fingir que no ha pasado nada. No lo hace. Se queda quieto; y con quieto quiero decir moviendo las piernas para no hundirse pero sin atreverse a tocar la embarcación. En su cabeza practica un “¡Hola! Me estoy refrescando un poco, el agua está tan bonita que no he podido resistirme” con un tono divertido y espontáneo. No funcionaria, él no es espontáneo. El agua sí que está realmente preciosa. Se quita el cinturón con grandes dificultades, a ahogadillas intermitentes. Y sale pataleando de esos pantalones que ya estaban pesando demasiado. Inmediatamente su mano, buscando un bolsillo, da con su muslo. Se palmea las carnes con fuerza en el fútil intento de encontrar algo que ya está profundamente hundido. Si fuese un hombre atlético o sentimental ya estaría buceando tras el anillo de su tía abuela. Pero no es nada de eso, tan solo un hombre paralizado. Mira hacia la costa y ve unas figuras subiendo a un bote. No consigue reconocerlas desde aquí, pero la posibilidad de que estuvieran remando hacia él le envía una ola de calor por todo el cuerpo. Su corazón, que parecía haber parado en seco desde que hizo contacto con el agua, ahora late fuerte y rápido; resonando en su garganta, mejillas y orejas. Bombeando una cantidad de sangre que parece desbordarse de sus venas. Probablemente tenga más sangre dentro que agua rodeándolo. Su hombro empezó un movimiento. Él se quedó allí un poco más, mirando el suave ondeo de las velas, oyendo el chirrido de la vieja cadena según el barco órbita el ancla, y el murmullo del agua que limpia el nombre de Catalina con el vaivén. Cuando su cabeza vuelve a su cuerpo ya se encuentra nadando lejos.

Parte el agua con su mano, dedos juntos, su brazo una línea ininterrumpida. Desliza los pies a través de las corrientes, sin perturbarla. Una cascada de gotas acaricia su cara con cada inspiración. Encuentra su ritmo brazada a brazada. Su cabeza se llena con el sonido de sus movimientos. Su cuerpo gira suavemente de lado a lado acompañando sus hombros, como bailando una canción lenta o meciéndose en una cuna.

Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, respira ¿Cuánto tiempo ha pasado? Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, respira ¿En qué dirección está yendo? Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, respira. ¿Le habrá visto alguien? Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, un, dos, tres un dos tres un Para en seco y toma una desesperada bocanada de aire. El horizonte delante, limpio y afilado. Detrás de su nuca le espera toda su vida; un escalofrío le impide girararse. Sigue nadando. Es una nave pequeña y compacta. Capitán, marineros, cabos y camarotes encerrados en su pecho. No sabe quién o qué está llevando el timón, pero siente una fé aterradora que no quiere perder. Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, respira.

Sigue su travesía hasta que un dolor ácido le dibuja surcos en el costado del brazo. Al encogerse su rodilla se clava en algo. Entreabre los ojos enrojecidos para ver la pequeña isleta de roca con la que se ha topado. Se encarama a ella como puede, sujetándose de los miles de cuernecillos negros que recubren practicamente toda la superficie, y se sienta en una hendidura. Hay muchas pequeñas piscinas así entre los pinchos, pero solo una lo suficientemente amplia como para abarcarle. El agua de ese hueco aún conserva el calor del sol, a pesar de que ya esté anocheciendo. Mira su rodilla, un hilo cae por su pierna, y repara también en un dolor más sordo que recorre sus músculos. Intenta no pensar en nada que se escape del presente inmediato.

Creando un cuenco con sus manos consigue vaciar gran parte de la piscinilla. Busca una postura, no cómoda sino menos incómoda, para cerrar un poco los ojos. El sol se esconde con sus pupilas y la oscuridad enfatiza todas sus sensaciones: saladas y dolorosas en su mayor parte. Duerme a ratos. Sobre todo cierra los ojos con fuerza y tiembla. Sueña cosas complicadas y urgentes que olvida inmediatamente.

El amanecer brilla tenue tras las nubes, las gotas de lluvia le despiertan antes que la luz. Hace ademán de cubrirse, pero no tiene con qué hacerlo. Todo él está expuesto a los elementos, sin embargo se siente menos vulnerable desnudo y solo que cuando estaba trajeado y rodeado de gente. Poco a poco el chubasco limpia la sal y sangre pegada a su piel. El agua que cae sobre sus labios, dulcísima comparada con su sabor de boca, le recuerda que tiene mucha sed. Así que abre la boca todo lo que puede y la dirige al cielo. Cierra los ojos y mueve la lengua para extraer todo el sabor de cada gota. Cuando la lluvia aminora recuerda las piscinillas a su alrededor y se lanza a ellas desesperado. El agua está menos dulce, incluso un tanto arenosa, pero no le molesta demasiado.

Conforme el sol se encalidece procura exponer a él todo su cuerpo para entrar en calor. Boca abajo, apoya su frente sobre el dorso de sus manos y las palmas sobre la roca. Un cangrejo sale de un agujero. Se hacen compañía un rato. Anda de aquí para allá, a veces desaparece por un recoveco y aparece por otro. Puede que sean varios cangrejos. Mueve su cabeza a una sola mano, y usa la otra para intentar atraparlo. No por nada en concreto, solo le parece divertido. Lo coje y suelta un par de veces. Mientras juega con su amigo piensa en un café. Casi puede escuchar el tintineo de la cucharilla creando un torbellino para deshacer el azucarillo.

Se podría haber dormido otra vez, y quizás lo hizo, pero sabe que llegaba el momento de continuar su camino. Mira a su alrededor intentando que su brújula interna deje de girar. A lo lejos hay fantasmas de islas azules en todas las direcciones. Escoge una, que no tiene nada concreto que le diferencie de las otras. Pasa las yemas de sus dedos por el arañazo que decora su brazo, ya escuece menos. Levanta el ancla y sigue nadando.

Durante mucho tiempo no piensa en nada. Percibe cambios de temperatura, oleajes, esquiva medusas, pero se libera de opiniones y conclusiones, simplemente navega.

Para un momento, otea en búsqueda de algún islote o roca en la que descansar un poco. Nada. La isla crece en el horizonte. Le duele todo. No puede seguir más. No quiere. Quiere irse a dormir. Quiere taparse con la áspera manta de felpa que saca los días más fríos de febrero. Quiere tumbarse en el sofá mientras escucha en la radio algo que no le interesa y levantarse con un tirón en el cuello. Quiere acariciar el pelo de Ana mientras ella se duerme sobre su pecho y respirar despacio para no despertarla. Sigue nadando.

Recuerda un verano que pasó en la costa cuando era pequeño. Paseaba por la playa con una concha bonita mirando al suelo. Si veía una mejor las intercambiaba, y así hasta quedarse con la mejor concha de la playa. Cuando tenía la mejor concha de la playa no se la llevaba, la usaba para decorar su castillo o la lanzaba al mar para pedir un deseo “Quiero un perrito por favor”.

Sus padres hicieron amistad con otra pareja con un niño de edad cercana a la suya. No recuerda su nombre, pero durante esos 12 días se convirtió en su mejor amigo.

Cuando los mayores estaban tomando el café, ellos cogían pan a escondidas y se iban al puerto a dárselo a las gaviotas, que les rodeaban enseguida llenando sus pequeñas manos de picotazos mientras ellos reían y reían. Luego sus madres les echarían una buena bronca mientras aplican betadine en los rasguños.

Jugaban a veces en un embarcadero abandonado. Se metían en los botes astillados y fingían ser piratas o náufragos o piratas náufragos. También se inventaban historias sobre los dueños de los botes. Este llevaba un tesoro pero lo robaron nada más llegar a tierra. Este bote está maldito, por eso está tan estropeado, el fantasma del capitán sigue atrapado entre sus clavos. Mira este trozo de madera, con el podemos hablar con el fantasma. Lo tiramos, si cae por la parte pintada dice que si y si cae por la parte de madera dice que no. ¿Llevas mucho tiempo muerto? Si. Se miraron con las bocas abiertas de par en par. ¿Eres un pirata? Si ¿Te moriste ahogado? No ¿Te mató otro pirata? Si ¿Tienes un tesoro? Si ¿Nos vas a decir dónde está? No ¿Por favor? No ¿Te huele el aliento a pedo? Si. La sesión de espiritismo acaba con unas risas histéricas y una serie de mapas que dibujan con palos en la arena.

Una noche fueron todos a ver un mercadillo. Había un puesto lleno de pequeñas piedras pulidas de colores, todas con carteles que explicaban sus extraordinarias propiedades. Suplicaron a sus padres que les compraran una a cada uno, o una para compartir los dos, solo una de las más pequeñas. Pero no hubo manera. Más tarde se escabulleron a una calita llena de cantos rodados. Palpando el suelo con los dedos, pegajosos de helado de chocolate, encontraron muchas piedras igual de extraordinarias. Esta, si la lanzas rebota dos veces, bueno a lo mejor era otra. Estas si las chocas hacen música. Esta, si la sujetas puedes hablar con los peces. ¿Y qué te dicen? Dicen glu glu glu. Esta te da telequinesis. A ver. Piensa un número. Ya. El siete ¡Ala que fuerte! A ver otra vez. Ya. El cuatro. Casi. El cinco. No.. ¡El tres! ¡Buala! Te la puedes quedar, así cuando vuelva al cole te cuento telemáticamente como ha ido. Es telepáticamente. Ah vale.

La mañana siguiente vieron un barco con velas rojas, no muy lejos de la playa ¿Vamos? Siguió a su amigo sin pensárselo dos veces. De vez en cuando paraban a descansar en alguna boya. Jo pensaba que estaba más cerca. Ya queda menos. Un, dos, tres, respira. Un, dos, tres, respira. Su amigo nadaba un poco por delante y eso le daba seguridad. Pensaba que si él ha podido nadar hasta allá él también podrá. Sigue nadando hacia la isla. Intenta imaginar que persigue a su amigo, solo dos brazadas por delante suyo. El recuerdo hincha sus velas y se deja arrastrar por esa brisa todo lo que pueda.

A lo lejos ve un ferry. Agita los brazos y lanza algún “¡Eeeh!”. Pero a esa distancia duda que le diferencien de un montón de espuma. Se plantea si merecería la pena intentar acercarse nadando. Pero luego piensa que es mucho más factible tener una meta que no se vaya moviendo más rápido que él. Lanza un par de “¡Eeeh!” adicionales, total tampoco tiene mucho más que hacer.

Está oscureciendo otra vez. El mar de un ámbar intenso, si no estuviese tan fresco pensaría que se encuentra entre brasas. Oye el graznido de unas gaviotas sobrevolarle, y ve sus siluetas oscuras pescando a contraluz. No piensa en su estómago vacío. Sigue nadando cuando el naranja se enrojece y también cuando se apaga. A un ritmo lento. Todo se apaga. La luna se deshace en estrellas a su alrededor. Está como en trance. Piensa que nunca se aprendió las constelaciones, se arrepiente. Quizás así se orientaría mejor o al menos se sentiría acompañado. Pero solo ve puntitos. Si alguien los removiera cada noche él sería el último en darse cuenta.

Las olas empiezan a crecer a su alrededor. Lo cual le extraña ya que el viento no era más pronunciado que antes. Siente la violencia de sus subidas y bajadas en su estómago. No sabe si sigue yendo hacia la isla, delante de sus narices solo hay alquitrán y estrellas. Cierra los ojos para que la oscuridad sea una más conocida. Algo grande y resbaladizo le toca la pierna. Empieza a mover todas las extremidades con violencia, intentando alejarse de esa cosa, pero sus brazos dan con una superficie similar que se escurre hacia delante. Se da cuenta que estas olas efectivamente no las provoca el viento, sino que son la consecuencia de movimientos gigantescos. La idea de volver a tocar la criatura le resulta aterradora, así que solo intenta quedarse muy quieto y esperar a que pase.

Procura arrepentirse de varias cosas por si acaba como Jonás. La mayoría de sus arrepentimientos están concentrados en su actual ¿Huida? ¿Viaje? ¿Ataque de histeria? Lo que sea que esté haciendo ahora. También se arrepiente de haber comprado una casa tan fea. De no haber leído más de dos libros en los últimos 10 años. De no haber adoptado un perro ahora que podía permitírselo. De nunca haber aprendido a tocar la guitarra. Perdido en sus arrepentimientos casi no se da cuenta de que el mar vuelve a estar en calma. Agotado adopta una pose de crucifixión y se deja llevar por las corrientes. Esta vez no sueña, solo se imagina en el interior de la criatura.